La Cometa
Le gusta pasar vacaciones de pascua en la playa, anteriormente lo hacía acompañada; ahora está sola, observando las incontables cometas que adornan el cielo, son las once de la mañana y el viento es fresco aún. Ella eleva su cometa, su preferida, la de colores intensos, la de cola trenzada, la que Héctor le obsequió en un cumpleaños; piensa en él, en su cara afilada, en sus dedos flacos y la punta de sus pezones se erizan, mientras, allá en lo alto la cometa desliza su ego, dueña y señora, buscando nuevas aventuras, saltando muros, disfrutando de una libertad condicionada a un pequeño punto sobre la arena negra de la playa, ella.
Ella que aún espera a que retornen aquellas mañanas cuando él la despertaba con una sonrisa, cuando mordía con suavidad sus labios, su cuello y enmarañaba el cabello, cuando aquel juego infantil comenzaba y ella sonriente trataba de zafarse de sus fuertes brazos, escapar y correr por la orilla de a playa, mientras él, la presaba por la cintura, para luego continuar correteando felices, juntos, con la inocencia y desnudes de dos niños, desnudes que por cuatro años sostuvo entre sus manos y ahora solo queda entre ellas, una cometa.
Una cometa que ansía escapar del hilo que la frena. Ella tira insistente ¡No puede perderla!, es el único recuerdo sustentable de él, de él en su cuerpo, de él que se marchó un domingo por la mañana sin dar explicaciones, de él que se fue, dejándola en un estado crepuscular, meciéndose de un lado hacia otro, en una vigilia perpetua y reduciendo su vida a una pantomima. El viento la despabila, le arrebata el sombrero de copa ancha y juega con el vestido, pero el suceso no tiende relevante, ella no cede, no suelta el carrete.
El carrete está en buenas condiciones y eso le da cierta seguridad, aprovecha y observa a las personas a su alrededor, todas ríen. Mira a una pareja abrazarse y darse de besos y un puñal se le hunde en el pecho, le entran ganas de hurtar esos mimos y sonrisas y hacer con ellos, su propio cuadro de “felicidad”, ¿Qué la detiene? La cometa.
La cometa que tiene decidido marcharse y aprovecha su distracción. Tira con fuerza, el carrete da vueltas enloquecidamente. Ella, en el intento de retenerla jala el hilo, el cual le produce un corte en los dedos, la cometa se suelta, por fin es libre y escoge su propio rumbo.
Ella corre desesperada por la playa con la vista al cielo, tropezando con los cuerpos que la alejan cada vez más de su objetivo, la cometa se mira desde abajo cínica, altiva y se aparta velozmente. Ella no cede, continúa corriendo ahora con los brazos en alto, como esperando un milagro. Las gotas de sangre que va dejando sobre la arena, marcan un camino, el que ella recorre ahogada en miedo, abandonando en cada paso la edad para jugar a las cometas, le tiemblan las rodillas y los labios. Sus ojos empañados por el llanto, no se dan cuenta que una cometa nueva, de tonos distintos la ha acompañado desde el inicio de la travesía, finalmente ella, cae rendida sobre la negra arena, con las manos ensangrentadas y vacías.
El Fantasma
La abuela dice que son alucinaciones propias de nuestra edad, la pubertad. En realidad no la juzgo, desde hace tiempo ha ido perdiendo el oído, de la misma manera que mamá ha dejado de escucharme, parece que sólo le importa papá quien lleva tiempo en el hospital. Mamá evita a toda costa hablarme y curiosamente, también la entiendo, tenemos tan pocas cosas en común.
El jueves le marqué al móvil para decirle que la abuela había muerto. No contestó. La abuela estaba tendida sobre el sofá, con la boca abierta, con los ojos en blanco y los brazos colgando. ¡No despertaba y ese gato del demonio no dejaba de arrojarme arañazos! Nadie me quita la idea de que la abuela viaja de vez en cuando al más allá, tal vez al purgatorio o al infierno de donde sin duda ha sacado a ese mugroso animal, al cual odio con todas mis fuerzas (en realidad últimamente odio a todo el mundo).
Pero, al poco tiempo la abuela se levantó como si nada, como si esa pequeña pausa de muerte-sueño, le hubiera inyectado jovialidad. La abuela es extraña. Prepara brebajes con hierbas, a veces los ingiere, otras veces se los unta y luego esas charlas interminables que sostiene sola, habla de la Revolución y de las Cabalgatas Villistas, me divierte; pero a Máximo le da miedo, le teme a los revolucionarios, luego corre a esconderse bajo las cortinas, a enredarse en ellas hasta salir mareado y con los cabellos electrizados, que curiosamente ese hecho asusta al gato quién huye, mientras nosotros morimos de risa.
Mamá llega a casa arrastrando los pies, agotada, rendida, muda, parece no importarla nada, ni nadie. A veces observa la pantalla del celular por mucho tiempo, tele-transportándose al limbo (creo que intenta alejarse de los platos sucios) pero al poco tiempo, se enfurece y cierra con llave la puerta de su habitación. ¡Demonios! tan cerca que estábamos de echarles un ojo a las cajas que guarda bajo la cama!
Mamá es reservada, no cree en fantasmas ni hechicerías, pero sé que ella también escucha ruidos y siente que alguien la sigue con la mirada, pero se hace la fuerte, total no tenemos otro sitio donde vivir.
Mamá se despierta por las noches con frecuencia, sé que le preocupa algo más que papá; se dirige a la cocina destapa una botella de vino y enciende el televisión, ni siquiera lo mira. Bebe pequeños traguitos y se levanta dando trotes, olvidándose de no pisar al gato que descansa bajo sus pies. Después de un maullido intenso que a mi madre parece no importar, se dirige a su habitación (estoy segura que hay algo secreto dentro de esas cajas que guarda celosamente) después de un tiempo para mi eterno, sale con los ojos hinchados, la botella vacía y una fotografía y, aquí viene la parte interesante de mamá: se para frente al pasillo, mientras su vista se pierde en la oscuridad del ventanal. Al poco tiempo le viene un grito aterrador y desvaría sobre un accidente de auto, se tira al suelo, se jala el cabello y se hace nudo con la fotografía en el vientre. Máximo corre bajo las cortinas, mientras la abuela pasivamente introduce bolitas de naftalina en el papel tapiz y a mí, a mí, me toca la parte difícil, sentarme detrás de mamá, tomarla suavemente por los hombros, en un intento por calmarla, mientras entrecortadamente cita nuestros nombres y el de la abuela…
Niños desaparecidos
Corre, corre, no llores, no mires hacia
atrás. Los malos te persiguen. No dejes de correr. Agáchate, quizás si corres
mas te puedas esconder. El corazón parecía salirse por la boca, corría y corría
sin mirar atrás a pesar de los ruidos y chillidos que oía. Si lograba llegar a
donde estaba la gente, sería un día más de vida. Estaba a una manzana del lugar
donde las mujeres compraban sus Loewe y sus Dior. Era la calle más poblada y
rica de la ciudad. Allí estaría a salvo, solo tenía que correr sin mirar atrás.
Paulo entró por el callejón en la calle
principal. Estaba atestado de gente con bolsas y niños bien con sus padres. Las
mujeres parecían importantes y llevaban bolsas de compras en ambas manos. El
sabía que allí no le harían nada. Podrían verlos y ellos no querían eso. Miró
hacía atrás y los vio dar vuelta. Eran tres los que en ese momento le seguían a
él, pero seguro que muchos estaban aun corriendo por otros callejones,
persiguiendo a sus compañeros. Ya era la segunda vez que se enfrentaba a esa
gente. Primero comenzó oyéndose un rumor de que algunos de sus compañeros
habían sido secuestrados y nunca más se les volvió a ver. Pensaban que eran
cosas de la calle pero no una realidad. Hasta que le ocurrió a él y se dio
cuenta de que era cierto, de que los hombres de negro querían matarlos.
Esa tarde vagó por la calle, escondiéndose
para que nadie le llamara la atención. Un pobre no adorna para bien una calle
de ricos, por lo que eran perseguidos. Paulo sabía que muchos de sus compañeros
habían ido desapareciendo, pero no sabía a quién acudir. Vivían en la calle, en
donde podían, en las alcantarillas, debajo de un puente...desde que había
comenzado esta persecución tenían de cambiar de ubicación cada noche. Y durante
el día permanecer ocultos o venían los hombres de negro y los hacían
desaparecer. Sus compañeros eran su única familia, no conocía otra más que
ellos, y ya habían desaparecido dos de ellos, Pietro y Thomas. Una noche, los
cogieron desprevenidos. Entraron en las cloacas. Allí estaban todos durmiendo,
unos encima de otros para darse calor. Algunos habían conseguido unas botellas
de licor y se las habían bebido para mitigar el frío, estaban borrachos y sin
reflejos. Otros metían pegamento en una bolsa y lo respiraban. Así decían no
sentir el dolor de la vida. El dolor de no comer y de pasar frío, el dolor de
la soledad, de no ser querido y de tener que buscar cada noche donde dormir.
Paulo sabía que hacían cosas que quizás los niños "normales" no
hacían, pero ellos no tenían una vida normal. Ellos no tenían ni un hogar al
que acudir, ni una madre que les preparara la cena o les diera un beso cuándo
se dormían. Ellos tenían que robar para poder comer y arriesgar sus vidas para
no sentir frío. Quién no conoce la soledad no sabe de lo que Paulo habla, quién
no conoce la desesperación...el hambre...el miedo...el desprecio...los
golpes...los insultos...quién no conoce la muerte en vida...no podrían entender
a Paulo y a los niños de la calle. Esa noche se llevaron a quince de los que
allí estaban. Nunca más se volvió a saber de ellos. Paola, una de las niñas,
les dijo al día siguiente que había visto como iban entrando todos en un furgón
grande y se los llevaban. También dijo que los había visto llorar, y como les
pegaban, como gritaban de dolor. Pero los hombres de negro parecían impasibles
ante tanto dolor.
La Niña de los Ojos Azules
La impoluta inmensidad del cielo se extendía sobre Camila cuando Miguel Ángel la encontró: un encuentro que dio un vuelco a su vida. Había olvidado lo guapa que era, o quizás, nunca se había fijado en ese detalle.
Hubo un tiempo en el que Camila fue su cuñada, entonces su hermano aún vivía, y ella era rechazada por los prejuicios sociales de sus suegros, cuya soberbia era una expresión propia de su estupidez. Su hermano les hubiera enfrentado y la hubiera hecho su esposa, de no ser por aquel fatídico accidente…
El telón cayó sobre el luminoso escenario de Camila, su felicidad se apagó de golpe, y Miguel Ángel no volvió a saber de ella… hasta ahora.
Estaba ahí, por donde tantas veces había pasado sin reparar en su presencia. Le costó sostenerle la mirada, como si contemplara una luz extremadamente cegadora.
Alguien aplacaba la soledad de Camila, una niña cuya ternura cautivó a Miguel Ángel. Indudablemente, la hija de su hermano: lista, dulce y preciosa.
Y al separarse de ella ya la extrañaba, como si también se hubiera separado de una parte de él, y se encontrara suspendido en el aire, volando con alas de papel, en una soledad que nunca antes había conocido.
Durante día y noche, los ojos de la niña le perseguían, dueños del azul desvaído de la tinta diluida, ese azul de cuando ya no es de noche y aún no es de día.
Se llamaba Mía, acababa de conocerla, pero ya la quería. Aguijoneado por mil pensamientos anclados en ella, las dudas le inquietaban: ¿Sería feliz? ¿Pasaría hambre, frío, necesidad…?
Miguel Ángel había vivido ajeno, despreocupado, reacio a la idea de ser padre, creyendo que el amor era un ejército en el que sólo te alistas, sino te ves haciendo otra cosa. Todo había cambiado al conocer a su sobrina.
Miguel Ángel le ofreció a Camila una nueva oportunidad de ser feliz, y le confesó que quería ser mucho más que el tío de Mía: quería ser su padre, brindarle su hogar y su corazón. Si eso no era amor, era lo mejor que tenía.
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